enero 20, 2016

“A veces siento que el Estado nos quiere desaparecer”

Cerca de la ciudad amazónica de Tarapoto, se levanta la brumosa cordillera Escalera, cadena de montañas que durante generaciones, ha sido el hogar del pueblo Kechwa de Lamas que transitaba libremente, cazando, pescando, talando árboles para construir sus viviendas, recolectando plantas para curarse de sus enfermedades y cultivando yuca en pequeñas parcelas. Pero hace 10 años esto cambió.

Pareja de comuneros cosechando yucas, principalmente para consumo familiar,
 en chacra de comunidad El Naranjal. / Jhon More Bayona.

En 2005, a solicitud del gobierno de  la región de San Martín, a la que pertenece la provincia de Lamas, dicho territorio fue declarado Área de Conservación Regional Cordillera Escalera. Al tener esta denominación, se prohibía cazar animales y recolectar plantas y frutos como las comunidades nativas de esta zona solían hacer.

Para Efraín Sangama Amasifuén, comunero de El Naranjal, pueblo del distrito lamista de Barranquita, fue frustrante cuando llevó a su hijo Christian a  conocer la flora y fauna de ese venerado lugar, pero el ingreso estaba restringido. Cuando pequeño, su padre había hecho lo mismo con él. Por respeto, solo acostumbraban entrar dos veces al año a este lugar que siempre ha sido sagrado para él y para los comuneros de Naranjal.

Leonardo Tapullima, representante de la organización no gubernamental Waman Wasi en Lamas, recuerda que “gran parte del territorio ancestral de los Kechwa fue concesionada en 2004 a las empresas petroleras Oxy, Repsol y Petrobras”.  Cuando empezaron a explorar el petróleo del lugar, funcionarios gubernamentales en Tarapoto temieron por el suministro de agua de la ciudad, que proviene de ríos que tienen sus cabeceras en la cadena montañosa. Fue por eso que pidieron la designación de la cordillera Escalera como Área de Conservación Regional (ACR) en un esfuerzo por proteger el suministro de agua.

El ACR Cordillera Escalera ha sido visitada por pobladores de las comunidades como la de Alto Pucalpillo, Molosho, Solo,  El Naranjal, entre otras. Y también han sido advertidos, desde mediados de la última década, que el territorio de la que se abastecían de sus alimentos, se rige por normas establecidas por el gobierno para proteger las especies animales, vegetales y el lugar.
No obstante las comunidades indígenas no fueron consultadas o involucradas en el proceso de creación del área de conservación, y cuando se denominó como tal; el acceso a los recursos que sus padres y abuelos, que siempre habían usado, repentinamente, les fue negado. Ha habido casos en el que comuneros fueron detenidos por talar árboles cuando estos estaban destinados para construir y reconstruir sus casas.

Marco Sangama, presidente regional del  Consejo Étnico de los Pueblos Quechuas de la Amazonia (CEPKA), recuerda que: “Nunca se tomó en cuenta la opinión de las comunidades para crear esta área. No tomaron en cuenta cuánto les perjudicaba a estas”.
A ello se suma que hace falta la titulación de sus tierras, lo que 33 comunidades en la actualidad exigen en la provincia de Lamas. De contar con esta podrían hacer efectivo el respeto a su territorio ancestral.  Pero sin título, no hay tierra que les “pertenezca”. Vale recordar que el Convenio 169 de la Organización Interamericana del Trabajo (OIT) —vigente hace 21 años en el Perú—, establece que se debe reconocer a los pueblos indígenas el derecho de propiedad y posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan.

Costumbres ancestrales

El Naranjal es una comunidad nativa ubicada, aproximadamente vía terrestre, a 30 minutos de Lamas. Llegar allí no es fácil porque la carretera suele tener barro por las intensas lluvias, pero el traslado se vuelve agradable por la frondosa vegetación y las malocas (casas) de otras comunidades que aparecen en muchas partes al lado del camino. Esta comunidad  suele tener días soleados y cielo claro adornado de nubes. Está rodeada de palmeras y verdes chacras. De estas se cosechan papayas, caña de azúcar, tabaco, yuca y otros cultivos, para alimentar a la familia y vender en los mercados locales. Sin embargo, no todo lo necesario se puede conseguir en este lugar.

Por décadas los habitantes de esta comunidad solían caminar o, como dicen ellos, “abrir trocha” para llegar a un banco de sal y conseguir este insumo para que les permitiera aderezar sus alimentos. Mientras tanto,  aprovechaban este recorrido cazando animales, recolectando plantas medicinales y comestibles. La selva amazónica ha sido su despensa desde siempre.

Quizá para un citadino, acostumbrado a conseguir sus alimentos en un supermercado, dicha situación sea ajena y fuera de lo común, pero Sangama Amasifuén ha construido un vínculo con la tierra en la que vive y que le provee mucho de lo que necesita. El respeto a su entorno y la valoración que le genera el bosque selvático, o el “monte”, como le dice, están profundamente arraigados a su existencia.

Explica que antes de ingresar al monte, él hace un ritual de “permiso”. Este consiste en fumar tabaco, el cual permite conectarse con la selva. Dice que el ritual asegura que el bosque le haga perderse y para que la cacería y recolección sean provechosas.  Pero en una ocasión,  Sangama Amasifuén se perdió en el monte. Creyó que tomando un atajo saldría de la espesura amazónica, pero fue todo lo contrario. Demoraron dos días en encontrarlo. Luego de esa experiencia, extremó medidas a través de un tratamiento muy conocido por la población: consistía en tomar un brebaje de plantas maceradas, bañarse en ellas y aislarse por 15 días, con una dieta especial para que su próximo ingreso al monte sea exitoso.

Todo ese conocimiento, asegura Sangama Amasifuén, ha sido transmitido por sus ancestros. Sus abuelos y sus padres le enseñaron a respetar el Shapingo, la madre o el espíritu del monte. La permanencia de ello depende de que cada generación reciba dicha información y la siga divulgando, aunque las prácticas del mundo no indígena tienen cada vez más influencia. Para que las costumbres tradicionales no se pierdan, dice: “Es fundamental tener derechos sobre el territorio de nuestros ancestros. Es fundamental que esa percepción de la selva se mantenga viva entre los descendientes”.
Hay prácticas de afuera con las cuales no está de acuerdo, como cuando se enteró que el Ministerio de Salud anunció que las madres gestantes debían alumbrar en hospitales. “En las comunidades nativas, para los pobladores, las parteras cumplen esa labor”, dice Efraín. Sin embargo reconoce que existen intervenciones quirúrgicas, como una fractura, que deben ser atendidas por especialistas. Sea cual fuera el caso, tanto la medicina natural como la o científica, considera, aportan al bienestar de la población.


Mientras tanto, Sangama Amasifuén seguirá esperando que su territorio, sus costumbres sean respetados por el gobierno regional y central. Porque como él afirma: “A veces siento que el Estado nos quiere desaparecer. No hacen caso a nuestros saberes”.//

Por Jhon More Bayona.

Lea este reportaje y otros en Fronteras Ambientales
Este reportaje se ha realizado con el apoyo de Comunicaciones Aliadas e Infostelle Peru e.V.